La Provincia Católica

Revista de tradición católica puertorriqueña.

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viernes, 15 de agosto de 2008

La Gloriosa Asunción de María Santísima al Cielo


Lecturas litúrgicas y sermon del P. Romo, FSSP (Guadalajara)

Lectura del libro de Judit (13:22-25; 15:10)

Bendíjote el Señor, comunicándote su poder, pues por tu medio ha aniquilado a nuestros enemigos. Bendita, oh hija, eres del Dios Altísimo sobre todas las mujeres de la tierra. Bendito sea el Señor, Creador de cielos y tierra, que dirigió tu mano para cortar la cabeza del caudillo de nuestros enemigos; y hoy ha hecho tan célebre tu nombre, que te alabarán perpetuamente cuantos conservaren en los siglos venideros la memoria de los prodigios del Señor; pues no has temido exponer tu vida por tu pueblo, viendo las angustias y la tribulación de tu gente, sino que has acudido a nuestro Dios para impedir su ruina. Tú eres la gloria de Jerusalén, Tú la alegría de Israel, Tú el honor de nuestro pueblo.


Continuación del Evangelio según San Lucas (1:41-50)

En aquel tiempo Isabel fué llena del Espíritu Santo y exclamó en alta voz diciendo: Bendita Tú entre todas las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. ¿Y de dónde a mí que venga a visitarme la Madre de mi Señor? Porque desde el momento en que he oído tu saludo, ha saltado de gozo el infante en mi seno. Feliz Tú porque has creído, porque se cumplirá en ti cuanto te ha dicho Dios. Contestó María: Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava; por esto, pues, me llamarán dichosa todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el que es Todopoderoso y cuyo Nombre es santo; y su misericordia se extiende de generación en generación a los que le temen.


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JMJt

Hoy celebramos la gloriosa Asunción de la Santísima Virgen al cielo. Es un día de la más grande alegría al ver a nuestra amadísima Madre subiendo al cielo, para gozar la visión de Dios mismo, cara a cara; ella que sufrió tanto desde del momento de la Anunciación, sabiendo que su hijo iba a ser el Siervo sufriente, herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas, predicho en las profecías de Isaías. ¡Cuánto sufrió Nuestra divina Madre, viendo todas las acciones de la vida de Nuestro Señor en vista del rechazo del Dios hecho carne por este mundo, y su muerte ignominiosa con ladrones sobre una cruz! Y los santos dicen que sus sufrimientos eran los más dolorosos, ya que tenía un corazón más puro y sensitivo, sin haber sido tocada por el pecado original, ni siquiera por pecados veniales, durante toda su vida. Ella también vio el horror del pecado en vista de la profundidad de su conocimiento de la bondad infinita de Nuestro divino Señor, pisada y crucificada por nuestros pecados.

Así eran los dolores que ella llevó por amor de nosotros, por nuestra salvación, como nuestra Corredentora, redimiéendonos junto y subordinado a Cristo, como dijo el Papa Benedicto XV. Pero se dice que su dolor más profundo fueron sus veintitrés años sin su Divino Amor en esta tierra después de su gloriosa Ascensión. No se puede imaginar el inexpresable anhelo que ella tenía de ver a su divino Hijo engalanado en gloria. Un famoso escritor del siglo pasado dijo que su anhelo era tan ferviente que el milagro de su vida no fue su Asunción sino que ella quedó sobre la tierra sin ser consumida y elevada al cielo por causa de la llama de su divino amor. Por lo tanto, su gloriosa Asunción fue más bien una cesación de un milagro.

¿Y porqué la dejó Dios en esta tierra hasta sus setenta y dos años, cuando ha arrancado a santos menos perfectos en amor, cuando tenían solo veinte y pico años, como santa Teresa del Niño Jesús? Su santidad Pío XII nos explicó que su gloriosa Asunción es una gran esperanza para nosotros, una prueba de lo que podemos esperar también, a saber, que la corrupción de la muerte ha sido conquistada por la resurrección, y este ser mortal será revestido de inmortalidad. De la misma manera, y más intima para nosotros, es el ejemplo de sus veintitrés años aquí abajo, buscando la faz de Dios. Esto nos propone la Oración, poniendo en suma la lección de este divino misterio, “os rogamos nos concedáis que, atentos siempre a las cosas del cielo, merezcamos participar de su gloria.” Esta es la regla de la vida y del alma cristiana: buscar la faz de Dios, y no estar contento con nada más, ni con los gozos de esta tierra, ni con los gozos espirituales de la vida espiritual. Es la regla entonces para todos, para los principiantes en el camino purgativo, y para los avanzados en el camino unitivo, que nuestra beatitud no consiste en ninguna criatura, ni espiritual ni terrenal. “Nada, nada, nada, y aun en el monte nada,” dice San Juan de la Cruz sobre el camino de la perfección, y sobre la necesidad de poner nuestro corazón, nuestro tesoro, en nada salvo Dios. No nos podemos quedar contentos evitando pecados mortales, asistiendo a la misa cada día, disfrutando un sabor de recogimiento en momentos de oración, si Nuestra Señora, que era más santa en el primer momento de su Inmaculada Concepción que todos los santos y ángeles juntos en la gloria–así dice el gran teólogo, no propenso a exageración, Padre Garrigou-Lagrange, explicando los principios de la bula papal sobre la Inmaculada Concepción)—y quien creció en virtud de manera exponencial en cada momento, haciendo obras perfectas de caridad, al fin de su vida suspiró lánguidamente para apartarse de este valle de lágrimas, en que no se halla nuestro único fin, el único deseo de nuestro corazón, el único bien que nos satisfará, la visión de Dios cara a cara.

Muchos pasan su vida entera buscando el sentido de la vida. ¡Esto es! No perdamos nuestro tiempo, preguntándonos en qué dirección debemos ir. Sino más que bien, aprendámoslo de la vida de Nuestra Señora, y de pecadores como nosotros, como San Agustín descubrió, habiendo buscado su felicidad en los placeres de la carne, en la sabiduría humana, y en sí mismo. ¿Y qué dijo al fin?

Grande sois, Señor, y muy digno de toda alabanza, grande es vuestro poder, e infinita vuestra sabiduría: y no obstante eso, os quiere alabar el hombre, que es una pequeña parte de vuestras criaturas: el hombre que lleva en sí no solamente su mortalidad y la marca de su pecado, sino también la prueba y testimonio de que Vos resistís a los soberbios. Pero Vos mismo lo excitáis a ello de tal modo, que hacéis que se complazca en alabaros; porque nos criasteis para Vos, y está inquieto nuestro corazón hasta que descanse en Vos.

Reina asunta a los Cielos: ¡Ruega por nosotros!

AMDG

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